Justo a las diez cuarenta y cinco del lunes, la amargura y el mal humor de tener que estar limpiando debajo de las camas sin que nadie jamás le dijera gracias – o lo notara siquiera – se transformó
en horror al descubrir una caja de zapatos extrañamente colocada debajo de la cama de José Manuel, su hijo de dieciséis años. La misteriosa caja no estaba allí el mes pasado, cuando había dado el último pasón de aspiradora debajo de las camas de los patojos.
Cada mes doña Gabriela hacía el sobrehumano esfuerzo de hacer limpieza en todos los lugares en que a Victorina, la empleada de tres veces por semana, nunca se le ocurría, ni por milagro, que pudiera haber mugre.
El corazón se le salía del pecho y le apretujaba la garganta mientras, agachada en su falda y sus tacones de cinco pulgadas, estiraba el brazo para sacarla de ahí. Ya sentada en la cama de José Manuel y sudando por los nervios, con la caja en el regazo, se preguntaba a sí misma cuál era la mejor forma de proceder. En general, era una esposa y madre moderna, completa partidaria de respetar la privacidad de su marido y sus hijos. Normalmente, nunca se le habría ocurrido entrar al cuarto de los patojos para espulgar en qué andaban. El descubrimiento de la caja había sido completa casualidad.
Varios pensamientos ordenados le cruzaban por la mente. No debo abrirla, debo respetar. Pero…¿y
si son drogas? ¿Y si mi José Manuel está fumando marihuana o metiéndose mierdas? Mi gordo siempre ha sido curioso y atrevido.
Con lágrimas en los ojos se reprochaba que, con la excusa de respetar los procesos naturales de la adolescencia del segundo de sus tres hijos, había estado mucho menos comprometida con sus
obligaciones como mamá responsable.
Abrió la caja, convencida de su derecho de hacerlo. El miedo a la noción de las drogas se convirtió en un miedo diferente cuando descubrió el contenido de la caja: tres DVDs cuyas carátulas sugerían una posibilidad que nunca se le había cruzado por la cabeza. Bajito, muy bajito, tal vez porque no quería ni oírlo ella misma, dijo ¡Santo Dios!
Mi gordo es maricón.
Inmediatamente se paró y, con una patada, regresó la caja al lugar donde la había encontrado. Cerró la puerta y, jadeando, se fue corriendo a la cocina. Tal vez porque la negación es muy poderosa o porque casi cuatro meses sin sexo lo son más, la tristeza y la vergüenza de tener un hijo maricón fueron sustituidos – al menos de momento – porla deliciosa humedad que le trajeron las imágenes que había alcanzado a ver en las portadas de las películas: hombres guapísimos (italianos, parecían…y cuánto le gustaban los italianos…), musculosos, velludos algunos, con un trozo que se prometía descomunal. Mi hijo viendo hombres y yo con un marido que no me toca ni por chingar, pensó.
Trató de seguir limpiando sin pensar mucho en que su hijo, seguro, se tocaba viendo a otros hombres que deberían ser para ella, no para él. Pero la idea de ver a esos tipos grandes, lujuriosos, llenos de deseo sexual – tan distintos de su marido – le causaba prurito en los muslos y cosquilleo en los senos. No la dejaba limpiar en paz. A las doce del mediodía no pudo más. Ya era hora de cocinar pero no importaba. Más tarde pediría Pollo Campero para toda la familia. De momento, prefirió violar la intimidad de su hijo para saciar la suya propia, tan carente hasta ese momento de atención. Con la misma prisa que un adolescente, insertó una de las películas en el aparato y disfrutó quince minutos de tratar a su cuerpo cual parque de diversiones, viendo hombres como los que siempre deseó pero nunca tuvo. Sólo quince minutos duró en esas, porque la explosión de placer que para ese entonces ya casi no recordaba, llegó en apenas ese lapso de tiempo.
Mientras ponía la caja otra vez en su lugar, sonriendo de tener tan útil herramienta a la mano – herramienta toda llena de carne masculina, toda vacía de otras mujeres, carente de la panza y los pedos del marido – agradeció a José Manuel por su cajita de placer, que ahora sería el secreto de ambos. Después de todo, no tenía nada de malo tener un hijo con quién salir a comprar zapatos.
en horror al descubrir una caja de zapatos extrañamente colocada debajo de la cama de José Manuel, su hijo de dieciséis años. La misteriosa caja no estaba allí el mes pasado, cuando había dado el último pasón de aspiradora debajo de las camas de los patojos.
Cada mes doña Gabriela hacía el sobrehumano esfuerzo de hacer limpieza en todos los lugares en que a Victorina, la empleada de tres veces por semana, nunca se le ocurría, ni por milagro, que pudiera haber mugre.
El corazón se le salía del pecho y le apretujaba la garganta mientras, agachada en su falda y sus tacones de cinco pulgadas, estiraba el brazo para sacarla de ahí. Ya sentada en la cama de José Manuel y sudando por los nervios, con la caja en el regazo, se preguntaba a sí misma cuál era la mejor forma de proceder. En general, era una esposa y madre moderna, completa partidaria de respetar la privacidad de su marido y sus hijos. Normalmente, nunca se le habría ocurrido entrar al cuarto de los patojos para espulgar en qué andaban. El descubrimiento de la caja había sido completa casualidad.
Varios pensamientos ordenados le cruzaban por la mente. No debo abrirla, debo respetar. Pero…¿y
si son drogas? ¿Y si mi José Manuel está fumando marihuana o metiéndose mierdas? Mi gordo siempre ha sido curioso y atrevido.
Con lágrimas en los ojos se reprochaba que, con la excusa de respetar los procesos naturales de la adolescencia del segundo de sus tres hijos, había estado mucho menos comprometida con sus
obligaciones como mamá responsable.
Abrió la caja, convencida de su derecho de hacerlo. El miedo a la noción de las drogas se convirtió en un miedo diferente cuando descubrió el contenido de la caja: tres DVDs cuyas carátulas sugerían una posibilidad que nunca se le había cruzado por la cabeza. Bajito, muy bajito, tal vez porque no quería ni oírlo ella misma, dijo ¡Santo Dios!
Mi gordo es maricón.
Inmediatamente se paró y, con una patada, regresó la caja al lugar donde la había encontrado. Cerró la puerta y, jadeando, se fue corriendo a la cocina. Tal vez porque la negación es muy poderosa o porque casi cuatro meses sin sexo lo son más, la tristeza y la vergüenza de tener un hijo maricón fueron sustituidos – al menos de momento – porla deliciosa humedad que le trajeron las imágenes que había alcanzado a ver en las portadas de las películas: hombres guapísimos (italianos, parecían…y cuánto le gustaban los italianos…), musculosos, velludos algunos, con un trozo que se prometía descomunal. Mi hijo viendo hombres y yo con un marido que no me toca ni por chingar, pensó.
Trató de seguir limpiando sin pensar mucho en que su hijo, seguro, se tocaba viendo a otros hombres que deberían ser para ella, no para él. Pero la idea de ver a esos tipos grandes, lujuriosos, llenos de deseo sexual – tan distintos de su marido – le causaba prurito en los muslos y cosquilleo en los senos. No la dejaba limpiar en paz. A las doce del mediodía no pudo más. Ya era hora de cocinar pero no importaba. Más tarde pediría Pollo Campero para toda la familia. De momento, prefirió violar la intimidad de su hijo para saciar la suya propia, tan carente hasta ese momento de atención. Con la misma prisa que un adolescente, insertó una de las películas en el aparato y disfrutó quince minutos de tratar a su cuerpo cual parque de diversiones, viendo hombres como los que siempre deseó pero nunca tuvo. Sólo quince minutos duró en esas, porque la explosión de placer que para ese entonces ya casi no recordaba, llegó en apenas ese lapso de tiempo.
Mientras ponía la caja otra vez en su lugar, sonriendo de tener tan útil herramienta a la mano – herramienta toda llena de carne masculina, toda vacía de otras mujeres, carente de la panza y los pedos del marido – agradeció a José Manuel por su cajita de placer, que ahora sería el secreto de ambos. Después de todo, no tenía nada de malo tener un hijo con quién salir a comprar zapatos.
Texto: Juan Pensamiento.