La luz, blanca y caliente. Silencio absoluto, salvo por la música: algo así como cumbia para elevador. Los labios de Lina se resbalan con firmeza premeditada, casi violencia, desde la mejilla de Angélica hasta su boca. Angélica, por supuesto, no opone resistencia. Sus pezones están tiesos como piedras. Sus lenguas calientes, más mojadas que húmedas, se revuelcan juntas a veces en la trompita de una, a veces en la de otra. Lina siente olor a champú. Angélica, pasiva, sólo se deja querer por esa boca rosa con minifalda negra y hombros al aire.
Un sútil gritito se escucha desde la garganta de Angélica cuando siente un primer beso en el cuello. Se moja, sin calzón. Del abrazo, Lina pasa luego a manosear salvajemente los enormes pechos de Angélica, libres de sostén. Las garras fucsia de Lina contrastan notoriamente con la blancura cremosa de Angélica, la aprietan, la estrujan. Angélica, medio mareada del placer. Sus chiches, todas brillantes de saliva, parecen de ese satín barato color peach de los vestidos de quinceañera.
Los dientes muerden ombligos, las piernas se van abriendo. Las lenguas prometen cuca; las cucas prometen lengua. Gemidos fuertes: cualquiera puede oír. La caricia esencial, el arte de amar, manos de uñas largas que huelen a mar, deliciosamente chiclositas; faldas enroscadas en la cintura. Enormes pelos tisados de tinte barato, sombras azules en los ojos delineados con rímel negro, algo corrido por el sudor. Triángulos púbicos enormes que se traspapelan uno con otro, espaldas que se rascan contra la pared. Besos para futuras pajas anónimas. La cámara captando la fingida fluidez.
¡Corte y queda!, grita el enano del director. ¡Bien, Lina! Ahora chúpale el culo y le metes dos dedos; ¡y chíngale, cabrona, que no tenemos todo el día!.
Texto: Juan Pensamiento Velásco